“Lástima Argentina eras bizcochuelo, ahora sos gelatina”, sentenciaba Calamaro en El perro, la canción cortina de Día D, el programa que tenía Lanata en pleno apogeo noventista.
Mi papá miraba muy atento el programa, así que los domingos a la noche, cuando estaba de visita en su casa, todos teníamos que estar en silencio. Yo, si no estábamos comiendo, hacía cualquier otra cosa antes de quedarme frente al televisor. Un par de veces había intentado verlo, pero la verdad es que no lo entendía. Trataba de seguirlo. Lanata me llamaba mucho la atención y me hacía pensar, mientras mi viejo sonreía cómplice, que todo lo que decía debía ser muy importante. Así y todo, nunca lo pude escuchar. Era como si estuviese mirando una película muda.
Yo tenía más o menos catorce o quince años y además del fútbol, la música, las pibas o la escuela, tenía ciertas herramientas argumentativas. Sabía, por ejemplo, bastante sobre los viaje del che, sus últimos días en Bolivia, y también, algo de Perón y Montoneros, que era la agrupación a la que había pertenecido el esposo de mi vieja. Con esto de “había pertenecido”, digamos que estoy siendo muy parcial, porque recuerdo bien clarito que una vez me dijo que la agrupación estaba desmantelada, pero que cada uno de ellos seguía siendo un montonero.
Con él era con quien hablaba de política. En realidad lo digo así para que se entienda, porque lo cierto es que no hablábamos estrictamente del tema. Hablábamos de cosas para hacer en el barrio. De arreglar la cancha de la plaza. De organizar algo por el día del niño. De armar una jornada de bandas de rock. Yo no me daba cuenta, hasta que un día, yendo en una combi con los pibes del barrio para jugar un partido por los torneos juveniles bonaerenses, me lo dijo: esto se llama militancia.
Un domingo a la noche, en vez de ir a lo de mi viejo, me quede en lo de mi mamá. La tele nunca se prendió. Entonces empecé a entender lo que me pasaba a mí con Día D. Mi hipótesis es que mi viejo lo miraba porque estaba quebrado. El había sido parte del gremio de ATE hasta que Menem desmanteló todo. Despues se dedicó a la televisionología.
Paralelamente, era la época de Los Piojos, del fasolita querido, de la armónica insípida de Ciro, de la Bersuit, de su denuncia berreta y demagoga, de disfrazar a los pibes con pijama, de la cumbia villera sonando en los countries, de un Calamaro en plena guerra, viviendo al pulso de la canción, sensiblemente mimetizado con el acontecer del pueblo. Era, si se quiere, la época de la Argentina gelatina, un país flatulento que se servía en cacharros y nos tenía con el hambre como certeza.
Hoy, si bien muchos van a negarlo, estamos bastante lejos de lo que éramos. Lastima por ellos; a quienes bizcochuelo, gelatina, ensalada de frutas, torta frita y cualquier otro comestible le servía para adjetivar el país en el que vivían como reyes. Sin embargo, el poco tiempo que pasó, menos de diez años, nos lleva a afirmar que, mediando el trabajo, la historia puede ser apenas un capricho del discurso. Porque los hechos son incontrastables. Y con ellos no vale el capricho. Esto años no son comparables a los últimos diez o veinte años, que fueron el epílogo de la dictadura, sino a los últimos sesenta años, que es donde se puede rastrear la época más feliz de la Argentina.
Dejamos un video del último recital de Calamaro en Rosario. Interpreta justamente la canción El perro. Lo hace junto a la banda con la que viene girando por todo el país y, como muy pocas veces, con la compañía de su amigo, letrista y cómplice de la gesta del salmón, Marcelo Cuino Scornik. El video fue grabado desde el público y posiblemente una filmación con producción quede más linda, verídica y emotiva que esa.
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